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5.11.09

Sobre la batalla de Platea y la piedad de los griegos



Una de las cosas que más satisfacía a los griegos era mirar por encima del hombro a todo aquel no griego, ya fuese de Occidente, como ahora un romano, o de Oriente, como los persas. El griego asumía que la helénica era una civilización superior, tanto en lo cultural como en lo social. Todo aquel fuera de ese ámbito geográfico era etiquetado como un "bárbaro", como alguien inferior, muy al estilo de la irritante altivez con que los británicos de clase alta miran a sus vecinos del continente.

Pues bien, para ilustrar este hecho os traigo un extracto de la Historia de Heródoto, relativo a la victoria griega en la Batalla de Platea. Os pongo en antecedentes: El comandante espartano Pausanias está disfrutando de los primeros momentos de calma, tras haber derrotado al enemigo persa... el vencido general Mardonio yace muerto en tierra junto a miles de sus soldados... este hecho nos recuerda que años antes, este mismo Mardonio fue quien venció a Leónidas en el paso de las Termópilas, y posteriormente mandó ultrajar su cadáver, cortándole la cabeza y clavándola en una pica para escarnio público... recordado esto, os dejo con el texto de Heródoto, y así entendereis por qué os digo que los griegos veían a los demás como bárbaros...


LXXVIII. Había en Platea entre los soldados de Egina un tal Lampón, hijo de Pites, uno de los principales de su ciudad; el cual, concebido un designio singularmente impío, se dirigió a Pausanias, y llegando a su presencia como para tratar un muy grave negocio, hablóle así: —«Alégrome mucho de que vos, oh hijo de Cleombroto, hayáis llevado a cabo la más excelente hazaña del orbe, así por lo grande, como por lo glorioso de ella. Gracias a los dioses que habiéndoos escogido por libertador de la Grecia, han querido que fuerais el general más ilustre de cuantos hasta aquí se vieron. Me tomaré con todo la licencia de preveniros que falta algo todavía a vuestra empresa. Haciendo lo que os propondré, elevaréis al más alto punto vuestra gloria, y serviréis tanto a la Grecia, que con ello lograréis que en el porvenir no se atreva a ella bárbaro alguno con semejante insolencia y desvergüenza. Bien sabéis cómo allá en Termópilas, ese Mardonio y aquel otro Jerjes pusieron en un palo a Leonidas, cortando la cabeza a su cadáver. Si vos ahora volviereis, pues, el pago al difunto Mardonio, lograréis sin duda que todos vuestros espartanos y aun los demás griegos todos os colmen de los mayores elogios; pues empalado por vos Mardonio, quedará bien vengado vuestro tío Leonidas.» De esta suerte pensaba Lampón con lo que decía lisonjear y dar gusto a Pausanias; pero éste le respondió en la siguiente forma:
LXXIX. «Mucho estimo, caro egineta, tu buena voluntad y ese cuidado que te tomas de mis asuntos, si bien debo decirte que tu consejo no es el más cuerdo ni atinado. Por la acción que acabo de cumplir, a mí y a mi patria nos ensalzas hasta las nubes, y con tu aviso nos abates tú mismo a la mayor ruindad, queriendo nos ensangrentemos contra los muertos, pretextando que así lograría yo mayor aplauso entre los griegos con una determinación que más conviene con la ferocidad de los bárbaros que con la humanidad de los propios griegos, que abominarían en ellos semejantes desafueros. Yo te protesto que a tal precio ni quiero los aplausos de tus eginetas ni de los que como tú y como ellos piensan, contento y satisfecho con agradar a mis espartanos, haciendo lo que la razón me dicta y hablando en todo según ella me sugiere. Por lo que a Leonidas mira, ¿te parece, hombre, que así él como los que con él murieron gloriosamente en Termópilas, están ya poco vengados y satisfechos con tanta víctima como acabo yo de sacrificarles en esta matanza de tales y tan numerosos enemigos? Ahora te advierto que tú con semejantes avisos y sugestiones ni jamás te acerques a mí, ni me hables palabra en todos los días de tu vida; y puedes al presente dar gracias al cielo de que este tu aviso no te cueste bien caro.» Dijo, y el egineta que tal oyó no veía la hora de alejarse de Pausanias.
Heródoto. Historia. Libro IX.



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